Llega un momento en nuestra vida,
maravilloso y emocionante, en que empezamos a analizar las cosas que nos rodean
con actitud crítica, e inevitablemente comenzamos a crearnos opinión propia de
infinidad de cosas. Ojo con este momento que es crítico, unas neuronas que
antes simulaban estar adormiladas parecen espabilarse pero sin saber muy bien a
dónde van. Es en esta etapa cuando mayores burradas conjeturamos, somos más
vulnerables a las ideologías, o mayores derrapes y rectificaciones de juicio hacemos. Pero si hay una cosa que caracteriza a esta
época y que irremediablemente arrastramos durante toda la vida es que
no podemos dejar de expresar lo que pensamos/opinamos. Somos seres sociales y racionales, qué remedio.
¿Pero aprovechamos las personas esta virtud humana, la actitud crítica?
Para responder a dicha cuestión hay que plantearse el cómo de nuestra comunicación, pues al final, es esta la que da validez social a nuestras ideas. A la hora de comunicarnos lo
importante es qué decimos, y qué escuchamos. ¿Hay alguien qué se comunique solo
hablando, o solo escuchando? Por ello, cuando opinamos sobre un tema, si
realmente queremos que la conversación sea fructífera no podemos pretender
marcarnos un soliloquio, o poner la oreja por tiempo indefinido. De hacerlo
así, el resultado de la conversación es nulo, tal como empezó se acabó. También
hay que tener en cuenta que no todo es hablar, ni todo es escuchar, pues el
cómo también importa, ¡y mucho!.
Aquel que opina berreando, gritando o interrumpiendo dificulta enormemente el
desarrollo de la conversación. O qué decir, de aquel que escucha con mala gana,
o buscando las cosquillas a todo lo que le dicen, o que a la par que atiende se
va montando su discursillo para rebatir lo dicho, y como acostumbran a decir
los abuelos “no se entera ni de la misa la mitad”. Qué pena que tan magna
oportunidad de enriquecernos como personas, sociedad,… la desperdiciemos por
tales nimiedades.
Pero no todo son malas noticias al respecto, ya que todos nosotros, tu y yo
incluidos,partimos con la ventaja de que pensamos y luchamos prácticamente por lo mismo. Esta
afirmación si a muchos nos parece una “sobrada”/”utopía” es porque lamentablemente nuestra experiencia
está muy nutrida de los defectos anteriormente mencionados y de la “Ley de los
antónimos”. Esta ley física, matemática, filosófica, antropológica,
nutricional, madridista, berenjenaria y idiosincrática,pero totalmente errónea
y estúpida ,consiste en dar por supuesto que todo lo opinable deriva irremediablemente
en confrontación eterna de ideas. Si además unimos a esto, por un lado una muy notable ansia por imponer las ideas
propias, y por otro una sensación firme de que nuestras opiniones son las
correctas, obtenemos dos resultados a la par de previsibles, decepcionantes: NO NOS ACLARAMOS, Y LAS COSAS SE FASTIDIAN; BIOPINIONALISMO SOCIAL
¡Pero no hay mal que no tenga
remedio! ¿Acaso sería Dios/Naturaleza/Azar/Marx/CR7 tan cruel de regalarnos tan
preciado tesoro, y castigarnos a presenciar como lo destrozamos e inutilizamos?
NO. Pues bien, aquí va la solución: debatir
y opinar en los bares. Tomando una tapita, unas cervezas, el mundo se ve
desde otra perspectiva, y lo más importante, uno se predispone a tratar a su
acompañante con amabilidad y cortesía. Dejemos de lado esos debates en el
trabajo, o en la clase de la universidad, ¡o en el congreso!. ¡ Vayamos a
debatir a los bares! ¡Qué cantidad de tratados, constituciones, negocios,
amistades o proyectos se han fraguado y se fraguaran alrededor de una mesa! Es
en este microcosmos que genera el bar donde la “La ley de los antónimos”
es aplastada por "La ley de los puntos comunes", donde resulta más fácil escuchar al otro y expresar lo que piensas,
donde las cosas no son "blancas o negras"
y donde ni la amistad, ni el trabajo, ni el futuro de un país corren peligro
por malinterpretaciones, ofensas inocentes o desavenencias. ¡Vivan los bares y
el pensamiento!
¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Es un poco obsceno
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